viernes, 10 de junio de 2011

Sic semper tyrannis (traballo de Historia)

Sic Semper tyrannis, “así siempre a los tiranos” con esta frase con la que, supuestamente, Bruto increpó a su padre adoptivo, Julio César, mientras lo apuñalaba y el asesino de Lincoln a éste después de dispararle, ambos señalaban el trato que debía darse al tirano, es decir, al que, según el diccionario de la Real academia “obtiene contra derecho el gobierno de un Estado, especialmente si lo rige sin justicia y a medida de su voluntad”.

Grandes pensadores como Platón, San Isidoro de Sevilla o Santo Tomás de Aquino; cuerpos legislativos y declaraciones de derechos, como la Declaración de Independencia de los EE UU, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, la Declaración Universal de Derechos Humanos o el Concilio Vaticano II han reconocido explícita o implícitamente el derecho de los pueblos a defenderse contra la tiranía y la injusticia, a rebelarse y resistir frente a gobernantes cuyo poder tuviera origen ilegítimo o que, habiendo tenido origen democrático, hubiera perdido su legitimidad por los abusos cometidos durante su ejercicio.

Pero este derecho, que amplía a la colectividad el derecho individual a la legítima defensa, se ve irónicamente sujeto a un requisito indispensable: conseguir derrocar al tirano. La diferencia entre un resultado u otro es abismal: pasar de la fosa común al panteón de hombres ilustres; del anonimato al callejero; del exilio y la muerte a los puestos de gobierno; de la calificación de terroristas y asesinos a la de mártires y luchadores por la libertad; de los tribunales penales a los de concesión de honores; del ostracismo al reconocimiento internacional…

La historia la escriben los vencedores y sólo a ellos se les reconoce, retroactivamente, el derecho a rebelarse contra sus dirigentes con o sin ayuda externa y se les exime de la necesidad de proporcionalidad y racionalidad en los medios empleados y de provocación previa suficiente.

¿El rostro del Che Guevara colgaría de tantas paredes o adornaría tantas camisetas si la revolución de los barbudos no hubiese conseguido salir de Sierra Maestra? ¿Si no hubiese vencido a la Guardia Nacional de Somoza, el Frente Sandinista sería una alternativa de poder o un grupo terrorista más? Y si en España los sublevados no hubiesen alcanzado sus objetivos contra el Gobierno legítimo de la República ¿habrían sido condenados por sedición y traición o se les habría reconocido el derecho a rebelarse contra un régimen que creían injusto?

Lo mismo podemos decir de las intervenciones de países extranjeros:

¿Qué habría pasado con el piloto del bombardero Enola Gay que dejó caer la primera bomba atómica sobre Hiroshima, con el presidente Truman que dio la orden de lanzarla y que también ordenó la segunda sobre Nagasaki dos días después de que Japón pidiese la negociación de un armisticio, con Churchill que ordenó los “ataques del terror” que hicieron desaparecer ciudades enteras de Alemania bombardeándolas con ingenios incendiarios, o con las tropas soviéticas que violaron a miles de mujeres alemanas y austriacas si hubiesen triunfado las fuerzas del Eje?

Si los aliados no hubiesen vencido ¿habría bastado como justificación en su “juicio de Nüremberg” correspondiente el derecho a defenderse de la invasión y de la persecución de sus ciudadanos? ¿Se hubiesen considerado proporcionados los medios, especialmente las bombas atómicas? ¿Cuáles hubiesen sido consideradas las provocaciones previas desencadenantes de la guerra: las invasiones alemanas o el Tratado de Versalles y las condiciones abusivas que imponía a Alemania?

El análisis de la historia no deja duda sobre la respuesta a estas preguntas: en una mayoría abrumadora de casos, el derecho y la diplomacia internacional justificarán y reconocerán al gobernante, al movimiento o al país que, al final del proceso, estén en el poder, por muy delictivo que haya sido o sea su comportamiento. Básicamente porque los tribunales internacionales no tienen capacidad para llevar a juicio ni para imponer un castigo a un Estado soberano, si éste no se lo permite.

Los dictadores, sea cual sea su forma de acceso al poder, tienden a eternizarse en él, siempre que sus pueblos no superen un límite de desesperación o alcancen un punto en el que ya no tengan nada que perder. Un alto porcentaje de la sociedad suele tener un nivel bajo de ideologización y es gente, como decía la canción “muy obediente… que sólo quiere vivir su vida… en paz”.

Ante la dicotomía “morir de pie” o “vivir de rodillas” que propuso Emiliano Zapata y popularizó la Pasionaria en la Guerra Civil española, la mayoría de la población de cualquier país, elegirá vivir de rodillas mientras tenga aseguradas mínimamente sus necesidades básicas alimenticias, laborales, de seguridad… Y por muy deleznable o injusto que pueda parecer el régimen en cuestión, nadie tiene derecho a exigir otro tipo de comportamiento aunque, por supuesto, sean más dignos de respeto y admiración los que día a día se juegan vida y libertad luchando por conseguir instaurar un régimen democrático.

En cuanto a la posibilidad de una intervención extranjera, sólo debería ser lícita si fuese solicitada por el pueblo sojuzgado, algo que, evidentemente, nunca ocurriría si éste apoyara la dictadura; con un control riguroso de la ONU y con la mínima injerencia posible. Tenemos demasiado presentes la criminal invasión de Irak, que con el supuesto objetivo de acabar con el tirano ha causado ya más de un millón de muertos; o los bombardeos de la OTAN en Yugoslavia, que provocaron la muerte o el exilio de cientos de miles de serbios, gitanos y personas de otros grupos étnicos y cuyos responsables directos o indirectos jamás se sentarán ante los jueces.